Desde la antigüedad, una lenta etapa experimental precedió al “cinematógrafo” de los Lumière. Ya fuera por ciencia, curiosidad o espectáculo, se trabajó incansablemente por ofrecer al público “lo nunca visto”, la “última maravilla de la ciencia”. Sin esta prehistoria, el cine no hubiera existido. Desde las cavernas, en las que la humanidad dejó plasmados sus dibujos, las sombras chinescas, entre luces de antorchas y sombras, el mito de la caverna de Platón, dejaría de existir. Enseñar, divertir y entretener mediante imágenes fue el objetivo de miles de personas, de eruditos e inventores, de actores y saltimbanquis, de fabricantes de juguetes y de comerciantes.
El cine, por tanto, fue producto de una evolución lenta, de una necesidad de la especie humana de expresarse mediante imágenes utilizando las técnicas y posibilidades de cada momento. Para ello se utilizaban los propios conocimientos, como la cámara oscura, los mitos, el folclore y la narrativa, la religión y la ficción creativa. Durante siglos, la gente quedaba maravillada por los inventos que se iban sucediendo, por la magia de las imágenes
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